martes, 31 de marzo de 2015

Leo en la pantalla del ordenador y me cuesta depositar la atención en las palabras que tengo delante. Pongo música y apenas distingo los versos de la melodía, sonando ajena, a lo lejos. Escribo en el editor de textos y necesito repasar dos veces cada frase para darles ritmo y concordancia...

Qué pernicioso llega a ser el cansancio: esa poderosa sensación de fatiga física y mental que incide sobre nuestras capacidades, repercutiendo inevitablemente sobre la eficacia de nuestros actos.

Estos últimos han sido tres días intensos de trabajo: dos jornadas de grabación en Navarra, largas horas de edición en la Ciudad de la Imagen, conjugadas con las obligaciones laborales propias de los fines de semana. Y entre el estrés, el cansancio, el cambio horario del domingo, y esta explosión primaveral, repentina y calurosa, llevo desde el domingo caminando como si flotara, comiendo a deshora, ajeno al reloj, sin percibir con nitidez los horarios y las rutinas de cada día.

Tengo ganas de dormir plácidamente durante horas, carente de obligaciones, sin sentir en el techo de mi cuarto los severos martillazos que propinan los operarios que trabajan últimamente en el piso de arriba. Pero, sobre todo, estoy deseando que llegue el miércoles y dejar aparcada por unos días la vida ajetreada y convulsa de la gran ciudad.

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